Arianna de Sousa-García, escritora: “Cada cierto tiempo hay una nacionalidad de turno que es culpable de las cosas”
La autora de “Atrás queda la tierra” habla sobre el proceso de escritura de su novela de no ficción, cómo se reconectó con la literatura venezolana y sobre la recepción que tuvo de las comunidades migrantes.
Crédito fotografía de portada: Andrés Galeano
A lo largo de su novela de no ficción, la periodista venezolana Arianna de Sousa-García (1988) se pregunta si “salir es estar a salvo”. Radicada en Chile desde hace nueve años —primero en Santiago y actualmente en Iquique—, cree que no existe tal cosa. Ha sido testigo de deportaciones inhumanas de familias que pensaban estar construyendo una nueva vida lejos de un país en crisis.
Tampoco cree que lo sea sacar a la luz su testimonio y el de otros compatriotas a través de su libro. Más bien, dice, se trata de una apuesta por el diálogo: “un intento por que el otro te vea por quién eres y no por lo que los medios le dicen que tú eres”, afirma. Y reconoce que tanto profundizar en su vida familiar, en el duelo de la diáspora y en los rostros de los testimonios que presenta ha sido muy difícil.
Este es un libro autobiográfico y, por lo mismo, profundamente íntimo. Relatas desde episodios de hambruna hasta tensiones familiares. ¿Cómo fuiste delineando los límites para decidir qué mostrar y qué mantener en reserva?
Creo que fue a la fuerza. La primera versión del libro era puramente periodística: había entrevistas, sobre todo a madres y a mi padre. Ese intercambio de historias con otras personas me generó una incomodidad ante el silencio propio; sentí que no podía dejarlas solas en esa exposición. Desde ahí nace mi impulso y mis ganas de unirme a ese coro —porque siempre las vi como un coro, sobre todo de madres—, dando cuenta de un dolor, de un colapso, de una pérdida muy grande. Me parecía hipócrita no sumarme a eso, a sabiendas de todo lo que yo había pasado y teniendo muy claro que eran cosas que habíamos vivido todos. Entonces, para mí fue un ejercicio de contar, a través de mí, lo que se vivía en cada casa venezolana, en cada exilio, en cada partida.
¿Cómo fue cambiando el proyecto?
Teníamos pocos meses junto a mi hijo en Santiago y, en 2017, comenzaron unas protestas muy sangrientas en Venezuela. En general, las cosas siempre pasaban en Caracas, pero esa fue una de las pocas veces en que absolutamente todo el país estaba protestando. Entonces, yo me ví en casa segura, con comida, no muy cómoda todavía porque en ese tiempo vivíamos en un sótano en Diagonal Paraguay, súper frío. A través de algunos grupos de Whatsapp, me fui enterando de lo que le pasaba a mis excompañeros del diario, a mis vecinos. Y eso me generó una impotencia muy grande, pero que vino con una fuerza reveladora. Leí que personas muy queridas estaban presas, heridas, muertas y eso hizo que inmediatamente tomara un papel y lápiz y empezara escribir. Luego, su mutación tiene que ver con la necesidad de hablar desde otro lugar que no fuese el periodístico, producto de la misma migración. Me ayudó un montón haber empezado a trabajar en librerías y haber tenido la oportunidad de leer muchísimo y, dentro de eso, literatura que se hizo en dictadura y postdictadura acá en Chile. Esa fue, y siempre lo digo, mi gran escuela de la escritura.
¿De qué manera percibiste ese cambio en la escritura con la diáspora, el movimiento?
Hubo un momento en que la fórmula periodística no me bastaba para lo que quería decir. Por ejemplo, narro un sueño de mi madre, y para mí era muy importante incorporarlo. Me levanté y lo escribí. Entonces, también podía ver que, para mí, lo que llamamos no ficción iba cambiando. Ya no se trataba solo del hecho comprobable, sino de lo que pasa con la persona, con el sobreviviente, con el que se va: lo que pasa con ese cuerpo y en esa mente. Por supuesto que está ligado a la realidad, pero forma parte de otro universo, y me pregunté cómo darle un lugar a eso.
He aprendido, ahora que nuevamente me mudé, que mi escritura ha vuelto a cambiar: tiene que ver con el ritmo, el paisaje, el aire. Y no es más que otra confirmación de que la transformación es continua, de que el movimiento no solamente es físico, sino también mental, espiritual e intelectual.
Ya en Chile, relatas breves pasajes de la historia de otros migrantes, que se leen en paralelo a la tuya. ¿Buscabas visibilizar relatos negados o excluidos de otros espacios?
Sí, absolutamente. Algo de lo que me di cuenta, y que me generó muchísima tristeza, era ver que estas cosas tan graves estaban siendo publicadas solamente en las cuentas de las redes sociales de las madres de estos niños y en uno que otro portal web noticioso, y tendencioso. Pensé mucho en la memoria futura venezolana de la diáspora venezolana y en cómo la íbamos a construir. Entonces, me interesaba darles un soporte más duradero y digno también. Eso significó un trabajo de reconectar lo poco que había de información y resultó en los fragmentos de estas historias.
“La fuerza de una madre es de todas las mujeres que le anteceden”, escribes en la novela. ¿Ha cambiado tu visión de la maternidad con este tránsito respecto a la de tu madre?
Siempre tuve una visión colectiva de la maternidad. Mi familia paterna es de origen portugués y mi familia materna, libanesa. Y mis dos abuelas, tanto la materna como la paterna, son venezolanas. Entonces, yo pensaba que tenía que ver con algo de eso: con fortalecerse, con hacer algo propio desde esa distancia. Lo sigo pensando, pero después de la diáspora entiendo que hay algo mucho más grande. Empiezo a entender también mucho de la literatura venezolana. La cita aquí se refiere a la mujer venezolana, como describo a las mujeres de mi familia. Pero no es sino hasta esa gran partida que me doy cuenta de cómo esto es así. Yo veo las dinámicas de las mujeres chilenas y se me hacen también muy parecidas: quizás es algo latinoamericano. O quizás mundial, porque uno también puede ver eso con las madres en Gaza.
¿Te reconectó el libro con la literatura venezolana?
Sí, en el momento en que cambia mi escritura, pareciera que se abrió un archivo de todas las lecturas que tuve antes, de esas cadencias e imágenes a las cuales yo no había recurrido porque no era mi manera de escribir. Fue como entrar a un cuarto en el que uno nunca entra, pero que está adentro. Creo que justamente por eso traigo al libro el poema de Gerbasi, que también da nombre al libro. Fue un poema que yo leí en un museo, una de las poquísimas veces que fui a Caracas y que se quedó mucho conmigo. Luego hago una reescritura de otro poema de un autor venezolano —Harry Almela—, claro que tiene que ver con la necesidad de reconectar con lo propio cuando se está fuera.
Decides contar la política desde lo cotidiano, a través de la figura de Hugo Chávez vista en la experiencia de tu padre y de su compromiso con el partido y el proyecto nacional. ¿Qué te parecía más significativo de narrarlo desde esa perspectiva?
Que la política adopte lo íntimo y lo personal es súper importante y, al mismo tiempo, revolucionario. En general, lo que pasa es que se nos plantea como algo tan lejano, como un estudio de lo que le pasa al otro. Yo creo que estaba bastante consciente, aunque no totalmente, de las consecuencias de haber hecho ese ejercicio. Sabía que estaba haciendo algo arriesgado y que, además, me costaba muchísimo. La entrevista a mi padre es algo en lo que Juan Cristóbal Peña me insistió, y me costó casi un año hacerla. Justamente porque no es una entrevista a alguien del Partido Socialista Unido de Venezuela, sino a un padre que es miembro del Partido Socialista Unido de Venezuela. Entonces, para mí es necesaria para un diálogo y creo que, en general, el libro es una prueba de eso.
¿Cuál ha sido la apreciación de otros migrantes sobre el relato?
Ha sido muy bello porque pareciera, y en eso estamos de acuerdo todos y pensando específicamente en Chile, que cada cierto tiempo hay una nacionalidad de turno que es culpable de las cosas. Lo más importante que ha pasado con el libro ha sido gracias a entrevistas y reseñas de extranjeros que han vivido en Chile, o que saben muy bien cómo funciona el país en esos términos. La respuesta peruana, boliviana, colombiana ha sido muy impresionante, porque parte de un entendimiento al que es difícil llegar si es que uno no ha sido ese sujeto, como de culpa, de responsabilidad por las cosas que pasan en el país.
Y no digo que no haya muchas personas que hacen las cosas mal. Lo que digo es que justamente de esas cosas, de ese comportamiento, de esa degradación, es de lo que la mayoría de los venezolanos venimos escapando. Y que la persona que migra, independientemente de la nacionalidad que sea, justamente va en la búsqueda de una vida mejor. Entonces, ha sido como un proceso como de catarsis colectiva, y ha hermanado un montón el libro.
A partir de esta escritura, ¿se desprendió otro tema que pienses trabajar para una siguiente publicación?
No lo sé. Es que me mudé de escritura y, entonces, ha cambiado muchísimo. Por supuesto, sigo pensando en nuestra situación venezolana, pero se expresa de maneras tan distintas que no sabría decir en qué va a resultar esta próxima escritura. Sin duda, los mismos temas están ahí, en la mente y en las manos. Sigo escribiendo sobre el cuerpo en un lugar diferente, sobre la búsqueda de un calor. Sigo pensando en lo difícil que es la vida cuando no tienes un lugar a donde regresar, pero también en las maneras en que eso se transforma.