Belén Fernández Llanos: “Nos contamos una historia sobre quiénes somos o de dónde venimos para poder funcionar”

Foto: UCHILE.CL

Belén Fernández Llanos, es historiadora, cronista, investigadora, bibliotecaria, tallerista y escritora, una persona que observa el mundo desde los detalles y logra transformarlo en relatos con imágenes vívidas. Recientemente lanzó su segunda novela junto a Overol, titulada “Tu mamá es la lluvia” , donde la voz de lo íntimo, de la memoria y de los secretos familiares vuelven desde la ficción, a diferencia de su primera obra “Ella estuvo entre nosotros”. En Tu mamá es la lluvia los personajes de Marina y Melina se desenvuelven en un escenario que aborda las adopciones ilegales en Chile, lo rudo del sur y el frío y las complejidades de las relaciones madre e hija. 

Por Arlette Cifuentes

¿Cómo llegaste al tema de las adopciones ilegales para este segundo libro? ¿Qué te motivó a narrarlo desde la ficción? 
Siempre había escuchado sobre estos casos en conversaciones con mujeres mayores sobre partos en los que sabían que su guagua había nacido viva, pero que no les fue entregada. Ya en el 2015, cuando estas investigaciones empezaron a aparecer en la prensa, entendí que no se trataba de casos aislados, sino de un fenómeno colectivo y  sistemático, inscrito en el marco de las violaciones a los derechos humanos. Me di cuenta de que ya había una investigación en curso, desde distintos frentes —judicial, historiográfico, periodístico— y empecé a seguirle la pista.

La historia empezó a tomar forma desde lo personal también, mi mamá fue matrona, y yo crecí en ambientes hospitalarios donde muchas de estas cosas pasaban. No era raro que me llevara a sus turnos porque no tenía con quién dejarme, entonces conocí desde muy niña cómo funcionaban los hospitales de pueblo. Cuando empecé a leer que muchas de estas adopciones ilegales ocurrieron en ese tipo de espacios, no me costó imaginarlo, porque era un mundo que ya habitaba en mi memoria.

Narrar esto desde la ficción fue una decisión que surgió casi como una necesidad. La investigación existente, como la de la historiadora Karen Alfaro, me ofrecía un marco muy sólido, su trabajo fue como una luz para mí. Pero yo no quería repetir una crónica ni hacer una sistematización de datos, sino dar cuenta de la experiencia humana, de las emociones, de las memorias silenciadas. La ficción me permitió habitar esos espacios de ambigüedad, de dolor, de sospecha. Me permitió imaginar, componer escenas, darles cuerpo y voz a historias que muchas veces solo sobreviven en el rumor o el hueco del relato. Y mientras escribía, sentía que estaba también articulando sentidos posibles, como otra forma de verdad, desde la sensibilidad, desde lo afectivo. La ficción no reemplaza la investigación, pero sí la acompaña, la expande, la vuelve íntima.

¿Cómo aparece la decisión de incluir testimonios reales en medio de la narración? 

Empecé a consumir de forma compulsiva los cortos audiovisuales de la organización Hijos y Madres del Silencio. Yo trabajaba desde casa en ese tiempo, entonces me llevaba el almuerzo al escritorio y veía los cortos uno tras otro. En los videos aparecían casi puras mujeres, madres, principalmente, buscando a sus hijos, hablando de lo que vivieron, de las dudas, de las sospechas. Entonces dije: algo hay que hacer con estas voces. Yo sabía desde el comienzo que quería escribir ficción, pero también sentía que estas voces no podía dejarlas afuera.

Lo que hice entonces, fue investigar como yo investigo, que es a través del archivo, la prensa, los documentos. Esa distancia me servía. Porque también me pasaba que cuando me acercaba mucho emocionalmente, como en las marchas, salía muy abatida. Entonces tomé esa distancia más razonable, que quizás me deja fuera de algunas cosas, pero que también me permite seguir. Y ahí fue cuando apareció la idea del archivo como parte de la narración, no solo como material de fondo, sino como una presencia directa: ¿y si Melina, la protagonista, es quien arma el archivo? 

En paralelo, yo iba harto a la Biblioteca Nacional por otras investigaciones: mi tesis, el proyecto Fondecyt donde era ayudante y ahí aprovechaba de quedarme un rato más leyendo prensa sobre las adopciones ilegales, pero también sobre el aluvión, que es el hecho que marca el nacimiento de Marina. Y todo lo que aparece en la novela sobre ella yendo a la biblioteca a buscar recortes y encontrando cosas raras, es muy literal. Porque esos diarios, esos documentos de prensa, son exactamente los que yo estaba leyendo.

En esta novela, igual que en tu primer libro, aparece esa dificultad de enfrentar lo que duele ¿Cómo fue para ti trabajar eso desde la ficción?, sobre todo en relaciones de madre-hija, que no tienden a explorarse tanto 

Cuando empecé a investigar sobre este tema, una de las primeras cosas que me pregunté fue “¿cómo voy a contar una historia que no es mía?”,  porque a diferencia del primer libro, donde tenía todos los recursos vitales —mi experiencia, mi memoria, mis emociones—, acá no tenía una historia propia que contar. Pero rápidamente me di cuenta de que, aunque no fuera mi historia, lo que había detrás, sí me resultaba muy familiar. Sentía que en cualquier familia podía incubarse un secreto así.

Porque la forma en que muchas familias manejan las verdades difíciles, es con un silencio muy característico. Y no es un silencio amable, que se lleve bien, es un silencio que marca, que aísla, que genera miedo, culpa, distancia. Entonces aunque yo no tuviera una experiencia biográfica directa con la adopción ilegal, sentía que tenía mucho material emocional y relacional para trabajarlo desde la ficción.

Desde ahí trabajé los vínculos madre-hija, observando los míos, los de mi mamá, los de amigas. Así nació Marina, una madre que muchas personas me han dicho que reconocen. Porque más allá de la trama específica, hay una experiencia compartida: la presión sobre las hijas, la necesidad de portarse bien, de no fallar que se encuentra en los gestos, en las omisiones, en las frases cortadas, en los miedos que se heredan.

También quería tocar esa idea de que el origen, incluso cuando no hay una adopción ilegal, siempre tiene algo de relato inventado. Nos contamos una historia sobre quiénes somos, de dónde venimos, para poder funcionar, para dar sentido. Y en el caso de las adopciones ilegales, claro, eso se vuelve mucho más encarnado, porque hay una ausencia concreta, una información que falta y que ocupa muchísimo espacio. Pero yo veía que incluso en personas que no pasaron por eso, había secretos, huecos, silencios que también eran muy determinantes en su identidad. El libro habita esa zona, lo no dicho, lo heredado, lo que se adivina. Y por eso creo que resuena, porque muchas lectoras y lectores se reconocen en ese entramado afectivo.

En tus libros, la memoria personal y colectiva aparecen entretejidas con lo íntimo. ¿Cómo piensas ese vínculo entre lo doméstico y la historia, entre el recuerdo y la narración?

Creo que la clave está justamente en la intimidad. Ese espacio que es, a la vez, geográfico y emocional, un territorio donde el pasado de quienes habitan la historia se vuelve presente. A mí me gusta mucho escribir desde el espacio doméstico (la casa, la cocina, el aseo).

Hay mucha metáfora del carácter de los personajes expresada a través de su relación con la limpieza, la ropa, los objetos, el consumo, la administración de la economía familiar. Esos detalles me encantan. Yo soy muy casera, y desde mi casa pienso mucho en cómo se arman las personas, cómo se expresa su personalidad.

Siento que, en lo doméstico, la memoria se vuelve visible. Por eso, incluso en la organización narrativa, me interesaba que los recuerdos de las mujeres mayores estuvieran ligados a detalles íntimos de su cotidianidad. Porque ahí es donde encuentro lo que brilla del pasado, lo que dice la verdad.

En la novela hay escenas que son muy vívidas, como la del cumpleaños. ¿De dónde nace esa escena y qué importancia tiene para ti ese tipo de detalles cotidianos?

Esa fiesta mezcla dos cumpleaños míos que recuerdo con mucho cariño. Con los años, al mirar esas escenas, pienso: "esta es mi familia". Una familia que forraba tarros de Nescafé con papel celofán, prendía y apagaba la luz para que yo tuviera una fiesta con luces. Mis amigas aún se acuerdan de esa fiesta y la recuerdan como el tremendo carrete.

Me acuerdo también de que mi papá, que es agrónomo, había recibido muchas cebollas de regalo, y como no había dónde guardarlas, las colgaron como guirnaldas en el lugar de la fiesta. Era cero glamoroso, pero para mí no había nada más increíble en el mundo que esa fiesta. Esa designación de valor, esa forma de mirar con afecto algo sencillo, me parece hermosa, profundamente personal, pero también colectiva.

¿Cuántas personas no recordamos los esfuerzos que nuestras familias hacían para darnos una fiestita, aunque fuera con pocos recursos? Y cómo esos momentos se nos quedan como los más importantes, los que forman parte de nuestra identidad.

¿Cómo fue tu rutina de escritura en medio de tantos cambios?

Cuando me mudé al sur, en 2022, empecé a levantarme los lunes a las cinco y media de la mañana, los bauticé como lunes con L de literatura. Desayunaba y escribía desde las seis hasta las diez. Luego, durante la semana, editaba ese material. Así hice las primeras cincuenta páginas con las que postulé al Fondo del Libro, que me adjudiqué justo cuando quedé embarazada.

Durante el embarazo no escribí casi nada. Retomé recién a los cuatro meses del puerperio. Escribía donde se podía: en el celular mientras amamantaba, o un rato en la noche, cuando Manuel se dormía —que no lo dormía yo, lo dormía Víctor—. Me levantaba, abría el computador, escribía un poco y a veces, justo cuando empezaba, la guagua lloraba de nuevo. Así era. También leía y editaba lo escrito mientras amamantaba.

Siento que desarrollé una relación muy hiperproductiva con el tiempo. Aprovechaba cada momento de paz porque sabía que no se repetiría pronto. Fue muy distinto al proceso anterior: más solo, más interrumpido, pero también muy revelador. Me di cuenta de que podía sostener un proyecto así con lo que tenía, sin tantas redes externas. Eso me dio una confianza que antes no tenía.

¿Tienes otros proyectos en mente aparte de la tesis doctoral?

Sí, de a poquito. Tengo dos ideas en mente. Una es un libro de crónicas del yo, que es el género en el que me formé. He ido tomando notas, acumulando ideas, pero sin escribir todavía.

Y tengo una idea para una novela que me entusiasma mucho. Lo único que tengo claro es que va sobre profes. Eso me motiva mucho. Tengo un club de lectura con docentes, donde leemos narrativa con personajes que son profes o que se desarrollan en contextos escolares. Esa experiencia me ha alimentado un montón y me ha dado una brújula para el tipo de relato que quiero escribir. Las profes como protagonistas.

Ya está todo en mi cabeza. Sólo necesito sentarme y dejarlo salir.